Hasta que el pueblo del Reino Unido votó por la salida de la Unión Europea, la crisis de los refugiados era el principal problema al que se enfrentaba Europa. De hecho, esa crisis fue un factor crucial de la calamidad mayor, el Brexit.

El voto pro‑Brexit fue un baldazo de agua fría; la mañana después del referendo, la desintegración de la Unión Europea parecía prácticamente inevitable. Diversas crisis en formación en otros países de la UE (especialmente Italia) profundizaban el pronóstico aciago para la supervivencia de la Unión.

Pero ahora que comienza a amainar la conmoción inicial del resultado del referendo, está sucediendo algo inesperado: la tragedia ya no parece un fait accompli. Muchos votantes británicos comienzan a arrepentirse de su decisión ahora que lo hipotético se volvió real. La libra se derrumbó; es muy probable la celebración de otro referendo en Escocia; los que antes lideraron la campaña pro‑Brexit se han lanzado a destruirse en una peculiar guerra fratricida; y algunos de sus seguidores comenzaron a vislumbrar el ominoso futuro que les espera, como país y personalmente. Una señal de este giro de la opinión pública es el lanzamiento de una campaña (que ya cuenta con más de cuatro millones de firmas) para peticionar al Parlamento la celebración de un segundo referendo.

Así como el Brexit fue una sorpresa negativa, la respuesta espontánea que produjo es una sorpresa positiva. Se han movilizado personas de ambos bandos (y lo más importante, algunas que ni siquiera votaron en el referendo, particularmente jóvenes de menos de 35 años). Es la clase de participación de base que la UE nunca pudo generar.

La conmoción posterior al referendo dejó a la vista del pueblo británico lo que perderá abandonando la UE. Si este sentimiento se extiende al resto de Europa, lo que parecía la desintegración inevitable de la UE puede ser en cambio motor de una Europa mejor y más fuerte.

El proceso podría comenzar en Gran Bretaña. El voto popular no puede revertirse, pero la campaña de recolección de firmas puede transformar el panorama político al revelar un nuevo entusiasmo por la pertenencia a la Unión Europea. Esto podría luego trasladarse al resto de la UE y generar un movimiento en pos de salvarla por medio de una reestructuración profunda. Estoy convencido de que a medida que en los meses venideros se vayan desarrollando las consecuencias del Brexit, cada vez más gente querrá unirse a este movimiento.

Lo que la UE no debe hacer es penalizar a los votantes británicos e ignorar sus legítimas inquietudes sobre las deficiencias de la Unión. La dirigencia europea debe admitir sus errores y reconocer el déficit democrático de la estructura institucional presente. En vez de tratar el Brexit como negociación de un divorcio, hay que aprovechar la oportunidad para reinventar la UE y convertirla en el tipo de club al que el RU y otros en riesgo de irse querrían ingresar.

Si los votantes descontentos en Francia, Alemania, Suecia, Italia, Polonia y los demás países ven que la permanencia en la UE los beneficia, esta saldrá fortalecida. Si no, se romperá mucho antes de lo que gobernantes y ciudadanos creen.

El próximo punto candente es Italia, que se enfrenta a una crisis bancaria y a un referendo en octubre. El primer ministro Matteo Renzi está en un dilema: si no resuelve la crisis bancaria a tiempo, perderá el referendo, lo que podría llevar al gobierno al Movimiento Cinco Estrellas, socio en el Parlamento Europeo del Partido de la Independencia del RU (que estuvo a favor del Brexit). Para hallar una solución, Renzi necesita ayuda de las autoridades europeas, pero estas son demasiado lentas e inflexibles.

Los líderes europeos deben reconocer que la UE está al borde del colapso. En vez de culparse unos a otros, deben ponerse de acuerdo y adoptar medidas excepcionales.

En primer lugar, hay que trazar una distinción clara entre la pertenencia a la UE y a la eurozona. Aquellos países que tienen la suerte de no ser miembros de la segunda no deben ser blanco de discriminación. Si la eurozona desea una integración más estrecha (como debería ser), necesita un presupuesto y un organismo de hacienda propio que actúe como autoridad fiscal a la par de la autoridad monetaria (el Banco Central Europeo).

En segundo lugar, la UE debe poner en acción su excelente (y casi no utilizada) capacidad crediticia. Sería irresponsable que los líderes no lo hagan, cuando la existencia misma de la UE está en juego.

En tercer lugar, la UE debe fortalecer sus defensas para protegerse de los enemigos externos, que probablemente buscarán aprovechar su debilidad actual. El mayor activo de la UE es Ucrania, cuyos ciudadanos están dispuestos a morir en defensa de su país; al defenderse, también defienden a la UE (algo infrecuente en la Europa de hoy en día). Ucrania tiene la suerte de contar con un gobierno nuevo con más determinación y capacidad para implementar las reformas por las que tanto sus ciudadanos como sus amigos externos han estado clamando. Pero la UE y sus estados miembros no están dando a Ucrania el apoyo que se merece (a diferencia de EE. UU.).

En cuarto lugar, hay que revisar totalmente los planes de la UE para el manejo de la crisis de refugiados: son ineficaces por la multitud de equívocos y contradicciones que contienen, están terriblemente mal financiados y usan medidas coercitivas que generan resistencia. En otro lugar propuse una solución detallada para estos problemas.

Si la UE logra avances en esta dirección, se convertirá en una organización a la que la gente querrá pertenecer. Entonces volverá a ser posible una modificación de los tratados (y una mayor integración).

Si los líderes europeos no actúan, los que quieren salvar a la UE para reinventarla deben seguir el ejemplo de los jóvenes activistas británicos. Hoy más que nunca, los defensores de la UE deben hacerse oír.