El mundo es testigo en Siria de una catástrofe humanitaria de proporciones históricas, perpetrada por el presidente ruso Vladimir Putin en apoyo de su protegido, el presidente sirio Bashar al-Assad. La población civil de Alepo (la ciudad más populosa del país) está siendo bombardeada por aviones rusos que intentan ayudar a las fuerzas del gobierno sirio a tomar el control de áreas en poder de los rebeldes.

El asalto combinado provocó, entre otras cosas, la muerte de cientos de personas y heridas a más de un millar; sacó de servicio los hospitales de la ciudad que quedan; y dejó a la población sin agua potable.

La escalada agresiva de Putin busca aprovechar los tres meses que faltan para la inauguración de la próxima presidencia estadounidense, el 20 de enero. Se basa en el frío cálculo de que la transición política mantendrá casi paralizado a los Estados Unidos. Como expresó el New York Times: “Putin calcula que es difícil que el presidente saliente Obama intervenga en la escalada del conflicto sirio, y su sucesor o sucesora, que tal vez contemplaría aplicar una política más dura, todavía no estará en el cargo”. Luego el periódico cita al politólogo ruso Nikolai V. Petrov: “Quien asuma la presidencia de los Estados Unidos se enfrentará a una nueva realidad y estará obligado a aceptarla”.

Otros informes del New York Times y otros medios describieron vívidamente el sufrimiento del pueblo de Alepo y los heroicos esfuerzos de médicos y organizaciones civiles como los Cascos Blancos, que arriesgan sus vidas para ayudarlo. Cuando los hechos terminen de conocerse, el bombardeo de Alepo ordenado por Putin será considerado uno de los crímenes de guerra más flagrantes de la historia moderna.

Hago un llamado al pueblo de Rusia, Estados Unidos, Europa y el resto del mundo a no quedarse de brazos cruzados, sino hacer correr la voz y denunciar este ultraje. Una oleada de críticas de la opinión pública tal vez convenza a Putin de poner fin al espantoso crimen contra la humanidad que está cometiendo.