Mucho antes de que Donald Trump fuera elegido presidente de Estados Unidos, yo envié a mis amigos una postal que decía lo siguiente: «En estos tiempos no reina la normalidad. Te deseo lo mejor en un mundo turbulento». Ahora siento la necesidad de compartir este mensaje con el resto del mundo. Pero antes de hacerlo, debo contarles quién soy y qué es lo que defiendo.

Soy un judío húngaro de 84 años que obtuvo la ciudadanía estadounidense al terminar la Segunda Guerra Mundial. Aprendí muy joven lo importante que es el tipo de sistema político que impera. La experiencia formativa de mi vida fue la ocupación de Hungría por la Alemania de Hitler en 1944. Probablemente habría muerto si mi padre no hubiera entendido la gravedad de la situación. Consiguió documentos de identidad falsos para su familia y para muchos otros judíos. Gracias a su ayuda, la mayoría sobrevivió.

En 1947 huí de Hungría, para entonces ya bajo el régimen comunista, a Inglaterra. Como alumno de la Facultad de Economía de Londres, recibí la influencia del filósofo Karl Popper y desarrollé mi propia filosofía, sustentada sobre los pilares de la falibilidad y la reflexibilidad. Distinguía entre dos clases de regímenes políticos; aquellos en los que la gente elegía a sus dirigentes, que se supone trabajaban por los intereses del electorado, y aquellos donde los gobernantes manipulaban a la gente para que sirvieran al interés de sus gobernantes. Bajo la influencia de Popper, califiqué al primer tipo de sociedad de «abierta», y al segundo de «cerrada».

Esta clasificación es demasiado simplista. Existen varios grados y variaciones a lo largo de la historia, desde modelos que funcionan perfectamente a estados que han fracasado, y muchos niveles diferentes de gobierno en una situación determinada. Aún así, creo que la distinción entre los dos tipos de sistemas resulta de utilidad. Me convertí en un promotor activo del primero y en detractor del segundo.

El momento histórico actual me resulta penoso. Las sociedades abiertas están en crisis, y las diversas formas de sociedades cerradas (desde dictaduras fascistas a estados mafiosos) están en auge. ¿Cómo ha podido ocurrir? La única explicación que encuentro es que los dirigentes elegidos no han cumplido los deseos y las expectativas legítimas de los votantes, de modo que el electorado se muestra desencantado con las versiones imperantes de la democracia y el capitalismo. Dicho de otra manera, muchas personas sienten que las élites les han robado la democracia.

Tras la caída de la Unión Soviética, Estados Unidos emergió como la única superpotencia restante, comprometida por igual con los principios de la democracia y los mercados libres. El principal avance desde entonces ha sido la globalización de los mercados financieros, encabezada por activistas que afirman que la globalización aumenta el bienestar total. Después de todo, si los ganadores compensaran a los perdedores, todavía les quedaría algo.

El argumento era engañoso, porque ignoraba el hecho de que los ganadores raras veces, si es que alguna, compensan a los perdedores. Sin embargo, los ganadores potenciales gastaron dinero suficiente en promover el argumento que predominaba. Fue una victoria para los que creían en la empresa libre ilimitada, o los «fundamentalistas del mercado», como yo los llamo. Como el capital financiero es un ingrediente indispensable del desarrollo económico, y pocos países en el mundo desarrollado podrían generar capital suficiente por sí solos, la globalización se expandió como el fuego. El capital financiero podría circular libremente y evitar impuestos y regulaciones.

La globalización ha tenido consecuencias económicas y políticas de gran alcance. Ha traído cierta convergencia económica entre los países ricos y los países pobres, pero ha aumentado la desigualdad dentro de los países pobres y los países ricos. En el mundo desarrollado, los beneficios correspondieron principalmente a los grandes propietarios del capital financiero, que constituyen menos del 1% de la población. La falta de políticas redistributivas es la principal causa de descontento que han explotado los detractores de la democracia. Pero había otros factores también, particularmente en Europa.

Yo fui un ferviente defensor de la Unión Europea desde su nacimiento. Para mí era la encarnación de la idea de una sociedad abierta: una asociación de estados democráticos dispuestos a sacrificar parte de su soberanía por el bien común. Comenzó siendo un atrevido experimento de lo que Popper denomina «ingeniería social gradual». Los dirigentes establecieron objetivos limitados y un calendario fijo y movilizaron la voluntad política necesaria para cumplirlo, sabiendo muy bien que cada paso requeriría otro paso más adelante. Es así como en la UE surgió la Comunidad Europea del Carbón y del Acero.

Pero entonces, tristemente algo salió mal. Tras la crisis financiera de 2008, lo que era una asociación voluntaria de iguales se convirtió en una relación entre acreedores y deudores, en la que los deudores tenían dificultades para cumplir con sus obligaciones y los acreedores dictaban las condiciones que debían satisfacer los deudores. Esa relación no ha sido voluntaria ni igualitaria.

Alemania se alzó como la potencia hegemónica en Europa, pero no logró cumplir con las obligaciones que las hegemonías con éxito deben cumplir, es decir, mirar más allá de sus propios intereses para tener en cuenta los de la gente que depende de ellas. Comparen el comportamiento de los Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial y el comportamiento de Alemania después de la crisis de 2008: Estados Unidos lanzó el Plan Marshall, que dio pie a la creación de la UE; Alemania impuso un programa de austeridad que servía a sus propios intereses.

Antes de la reunificación, Alemania era el principal motor de la integración europea: siempre estaba dispuesta a contribuir un poco más para contentar a los que oponían resistencia. ¿Recuerdan la contribución de Alemania para satisfacer la demanda de Margaret Thatcher con respecto al presupuesto de la UE?

Pero reunificar Alemania uno a uno resultaba demasiado caro. Tras la quiebra de Lehman Brothers, Alemania no se sentía lo suficientemente rica como para asumir más obligaciones. Cuando los ministros de economía de Europa declararon que no permitirían la caída de otras instituciones financieras sistemáticamente importantes, la canciller alemana Angela Merkel declaró que cada país debía responsabilizarse de sus propias instituciones, interpretando correctamente los deseos de su electorado. Este fue el comienzo del proceso de desintegración.

Tras la crisis de 2008, la UE y la eurozona cada vez eran más disfuncionales. Las condiciones predominantes distaban mucho de las que había establecido el Tratado de Maastricht, pero cambiar el tratado era cada más complicado y finalmente imposible, porque no podría ser ratificado. La eurozona se convirtió en la víctima de unas leyes anticuadas. Solo buscando resquicios legales se podrían promulgar las reformas tan necesarias. De esta manera, las instituciones se han vuelto cada vez más complejas y los electorados cada vez están más alienados.

El auge de los movimientos anti-UE obstaculizaron aún más el funcionamiento de las instituciones. Y estas fuerzas de desintegración recibieron un tremendo impulso en 2016, primero con el Brexit, después con la elección de Trump en Estados Unidos y el 4 de diciembre con el rechazo de los votantes italianos, por un amplio margen, a las reformas constitucionales.

La democracia está actualmente en crisis. Incluso Estados Unidos, la primera democracia del mundo, eligió a un timador y aspirante a dictador como presidente. A pesar de que Trump ha suavizado su retórica desde que fue elegido, no ha cambiado su conducta ni sus asesores. Su gabinete esta formado por extremistas incompetentes y generales jubilados.

¿Qué nos espera?

Confío en que la democracia demuestre su resiliencia en Estados Unidos. Su Constitución y sus instituciones, incluido el cuarto estado, son suficientemente fuertes para resistir los excesos del brazo ejecutivo y, por consiguiente, para impedir que un aspirante a dictador se convierta en un dictador real.

No obstante, Estados Unidos estará preocupado con luchas internas en el futuro más cercano, y las minorías amenazadas van a sufrir. El gobierno estadounidense no va a ser capaz de proteger y promover la democracia en el resto del mundo. Al contrario, Trump tendrá más afinidad con los dictadores. Eso permitirá a algunos de ellos llegar a acuerdos con Estados Unidos, y a otros seguir adelante sin recibir injerencias por su parte. Trump preferirá alcanzar acuerdos que defender principios. Lamentablemente, esa decisión será popular gracias a sus acérrimos votantes.

A mí me preocupa especialmente el destino de la UE, que corre peligro de caer bajo la influencia del presidente ruso Vladimir Putin, cuyo concepto de gobierno es irreconciliable con el de la sociedad abierta. Putin no es un beneficiario pasivo de los últimos acontecimientos: ha trabajado duro para provocarlos. Reconoció la debilidad de su régimen: puede explotar recursos naturales, pero no puede generar crecimiento económico. Se sintió amenazado por las «revoluciones de color» en Georgia, Ucrania y otros lugares. Primero intentó controlar las redes sociales. Después, en un brillante movimiento, aprovechó el modelo comercial de las empresas de las redes sociales para divulgar información engañosa y noticias falsas, desorientando a los electorados y desestabilizando las democracias. De esta manera ayudó a Trump a resultar elegido.

Es probable que ocurra los mismo en las elecciones que se celebran en 2017 en Europa: Países Bajos, Alemania e Italia. En Francia, los dos principales contendientes son próximos a Putin y están deseosos de satisfacerle. Si gana cualquiera de ellos, el dominio de Europa por parte de Putin será un hecho consumado.

Espero que los dirigentes y ciudadanos europeos se den cuenta de que esto pone en peligro su forma de vida y los valores sobre los que se fundó la UE. El problema es que el método que Putin ha utilizado para desestabilizar la democracia no se puede usar para recuperar el respeto por los hechos y una visión equilibrada de la realidad.

El retraso en el crecimiento económico y la incapacidad para controlar la crisis de los refugiados hacen que la UE esté a punto de desintegrarse y de atravesar una experiencia similar a la de la Unión Soviética a principios de la década de 1990. Aquellos que piensan que hay que salvar a la UE para poder reinventarla deben hacer todo lo posible para lograr un mejor resultado.