Es un honor para mí haber sido invitado a pronunciar un discurso ante esta ilustre audiencia. La Comisión Europea ha publicado un documento de reflexión sobre el futuro de la Unión Monetaria Europea, que abrirá un debate que yo agradezco profundamente. Me gustaría sumarme al ponente anterior y dedicar este discurso a la memoria de mi gran amigo Tommaso Padoa Schioppa. Pensar en Tommaso me trae recuerdos agridulces. Nos convertimos en estrechos colaboradores durante su jubilación. Trabajamos juntos para intentar salvar la Unión Europea en un momento en el que pocas personas se percataban de que se avecinaba una crisis existencial. Creo firmemente que trabajo hasta morir de extenuación. Me alegra tener esta ocasión de recordarlo.

Antes de entrar en materia con mi discurso, me gustaría contarles quién soy y qué es lo que defiendo. Soy un judío húngaro de 84 años que obtuvo la ciudadanía estadounidense al terminar la Segunda Guerra Mundial. Aprendí muy joven lo importante que es el tipo de sistema político que impera. La experiencia formativa de mi vida fue la ocupación de Hungría por la Alemania nazi en 1944. Probablemente habría muerto si mi padre no hubiera entendido la gravedad de la situación. Consiguió documentos de identidad falsos para su familia y para muchos otros judíos. Gracias a su ayuda, la mayoría de nosotros sobrevivimos.

En 1947 huí de Hungría, que para entonces ya estaba bajo el régimen comunista, a Inglaterra. Como alumno de la Facultad de Economía de Londres, recibí la influencia del filósofo austriaco Karl Popper y desarrollé mi propio marco conceptual, sustentado sobre los pilares de la falibilidad y la reflexibilidad.

Distinguía entre dos clases de regímenes políticos; uno en el que la gente elige a sus dirigentes, que se supone que trabajan por los intereses del pueblo y no de los suyos propios, y el otro, donde los gobernantes manipulan a la gente para que trabajen por el interés de sus gobernantes. Bajo la influencia de Popper, califiqué al primer tipo de sociedad de «abierta», y al segundo de «cerrada». En la época de George Orwell se podía describir la sociedad cerrada como un estado totalitario; en la actualidad se caracteriza por un estado mafioso, que conserva la fachada de la democracia pero los gobernantes utilizan el control de los medios de comunicación, la judicatura y el resto de medios de influencia para enriquecerse y perpetuarse en el poder.

Esta clasificación es demasiado simplista. Aún así, creo que la distinción entre los dos tipos de sistemas resulta esclarecedora. Me convertí en un promotor activo de las sociedades abiertas y en detractor de los estados totalitarios y mafiosos.

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Mi objetivo hoy aquí es explicar en qué estaríamos trabajando Tommaso Padoa Schioppa y yo si él siguiera vivo.

Trataríamos de salvar la Unión Europea para reinvertarla por completo. El primer objetivo, salvar Europa, tiene que ser prioritario porque está en peligro existencial. Pero no nos olvidaríamos del segundo objetivo tampoco.

La reinvención tendría que reactivar el apoyo del que solía gozar la Unión Europea. Lo haríamos revisando el pasado y explicando que había ido mal y cómo se podría resolver. Y eso es de lo que quiero hablar hoy.

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Permítanme que empiece por el pasado. Después de la Segunda Guerra Mundial, Europa Occidental fue reconstruida con la ayuda del Plan Marshall, pero seguía estando amenazada por la Unión Soviética, que ocupaba la parte oriental del continente. Un grupo de visionarios liderado por Jean Monnet quería unir la parte occidental en una organización cuyos miembros nunca harían la guerra entre ellos. Los visionarios iniciaron lo que Karl Popper denominó una labor de ingeniería social gradual. Definieron objetivos limitados pero alcanzables, establecieron un calendario y generaron el apoyo público, sabiendo muy bien que cada paso requeriría otro paso más adelante. La élite europea de nuestra generación respondió con entusiasmo. Yo personalmente consideraba la Unión Europea como la encarnación de una sociedad abierta.

Todo iba bien hasta el tratado de Maastricht, firmado en 1992. Los arquitectos sabían que el tratado estaba incompleto: creaba un banco central, pero no establecía una tesorería común. Sin embargo, tenían razones para creer que cuando la necesidad acuciara se podría invocar la voluntad política oportuna y se daría el siguiente paso.

Lamentablemente, eso no es lo que ocurrió. Intervinieron dos factores: la caída del imperio soviético y la reunificación de Alemania, que estaban tan íntimamente relacionadas que cuentan como un único evento, y la crisis de 2008, que es el segundo evento.

Analicemos primero la caída soviética y la reunificación alemana. El Canciller Kohl reconoció que Alemania podría unificarse solo en el marco de una Europa más unida. Bajo este liderato visionario, Alemania se convirtió en el principal impulsor de la integración europea. Alemania siempre estaba dispuesto a contribuir un poco más para que todas las partes salieran ganando de todas las negociaciones. El Presidente Mitterrand quería que Alemania estrechara lazos con Europa sin ceder demasiada soberanía nacional. Este convenio francoalemán fue el pilar del Tratado de Maastritch.

Después vino el borrador del tratado constitucional, que trataba de transferir la soberanía a instituciones centralizadas, principalmente el Parlamento Europeo y la Comisión Europea, pero salió derrotado en los referendos de Francia y Países Bajos en 2005. Durante la crisis del euro que siguió a la crisis de 2008, el poder político de facto se trasladó al Consejo Europeo, donde los jefes de estado podían tomar decisiones urgentes en el momento preciso. Esta discrepancia entre el poder formal y el poder de facto es el meollo de lo que yo llamo «la tragedia de la Unión Europea».

La crisis de 2008 se originó en Estados Unidos, pero golpeó a los sistemas bancarios europeos con mucha más fuerza. Después de 2008, una Alemania reunificada no se sentía políticamente motivada ni lo suficientemente rica para seguir siendo el motor de una integración más profunda.

Tras la quiebra de Lehman Brothers, los ministros de economía de Europa declararon que no permitirían la caída de otras instituciones financieras sistemáticamente importantes. Sin embargo, la Canciller Merkel insistió en que cada país debía responsabilizarse de sus propios bancos. Al hacerlo, estaba interpretando correctamente la opinión pública alemana. Y ese fue el punto de inflexión que marcó el paso de la integración a la desintegración.

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La Unión Europea atraviesa ahora una crisis existencial. La mayoría de los europeos de mi generación apoyaban una integración más profunda. Las siguientes generaciones percibieron la UE como un enemigo que les privaba de un futuro seguro y prometedor. Muchos dudaban de que la Unión Europea pudiera afrontar tantos problemas acumulados. Este sentimiento se reforzó con el auge de los partidos xenófobos antieuropeos que están motivados por valores diametralmente opuestos a los valores sobre los que se fundó la Unión Europea.

Externamente, la UE está rodeada de poderes hostiles: la Rusia de Putin, la Turquía de Erdogan, el Egipto de Sisi y los Estados Unidos que a Trump le gustaría crear pero que no puede.

Internamente, la Unión Europea se ha regido por tratados desfasados desde la crisis financiera de 2008. Estos tratados han sido cada vez menos relevantes con respecto a las condiciones imperantes. Incluso las innovaciones más sencillas y necesarias para que la moneda única fuera sostenible solo pudieron ser introducidas mediante acuerdos intergubernamentales al margen de los tratados existentes. De esta manera, el funcionamiento de las instituciones europeas se complicó cada vez más y finalmente hizo que la propia UE se desestructurara de varias maneras.

La eurozona en concreto se convirtió precisamente en lo contrario de lo que inicialmente pretendía. La Unión Europea pretendía ser una asociación voluntaria de estados similares dispuestos a ceder parte de su soberanía por el bien común. Tras la crisis financiera de 2008, la eurozona se convirtió en una relación acreedor/deudor en la que los países deudores no podían cumplir con sus obligaciones y los países acreedores dictaban las condiciones que debían satisfacer. Mediante la imposición de una política de austeridad, los países acreedores hicieron que a los deudores les fuera prácticamente imposible poner fin a sus deudas. El resultado final no era voluntario ni equitativo.

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Si la Unión Europea sigue actuando como siempre, habrá poca esperanza de que las cosas mejoren. Por eso es necesario reinventarla radicalmente. La iniciativa descendente iniciada por Jean Monnet había avanzado bastante el proceso de integración, pero ha perdido fuerza. Ahora necesitamos un esfuerzo de colaboración que combine el enfoque descendente de las instituciones europeas con las propuestas ascendentes que son necesarias para implicar al electorado.

El Brexit causará un daño tremendo a las dos partes. La mayor parte del daño se siente ahora mismo, cuando la Unión Europea está en crisis existencial, pero su atención se desvía a la negociación de la separación de Gran Bretaña.

La Unión Europea debe resistir la tentación de sancionar a Gran Bretaña y aproximarse a las negociaciones con un espíritu constructivo. Debería usar el Brexit como catalizador para introducir reformas de gran alcance. El divorcio será largo y puede durar cinco años. Ese tiempo parece una eternidad en política, sobre todo en tiempos revolucionarios como el presente. Durante ese tiempo, la Unión Europea podría transformarse en una organización a la que otros países como Gran Bretaña desearían unirse. Si fuera así, es posible que las dos partes quieran reunificarse incluso antes de completar el divorcio. Sería un resultado maravilloso por el que merece la pena luchar. Ahora parece casi inconcebible, pero en la realidad es bastante alcanzable. Gran Bretaña es una democracia parlamentaria. En cinco años habrá de nuevo elecciones generales y el próximo parlamento puede votar a favor de regresar a Europa.

Esa Europa sería muy diferente a la de los acuerdos actuales en dos aspectos fundamentales. En primer lugar, se diferenciaría claramente entre la Unión Europea y la Eurozona. En segundo lugar, reconocería que el euro tiene muchos problemas sin resolver y que no hay que permitir que destruyan la Unión Europea.

La eurozona se rige por tratados desfasados que afirman que todos los estados miembros deben adherirse al euro cuando cumplan los requisitos pertinentes. Esto ha generado una situación absurda en la que países como Suecia, Polonia y la República Checa han dejado claro que no tienen intención alguna de unirse al euro y sin embargo se les define y se les trata como «precandidatos».

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El efecto no es meramente estético. Ha convertido a la UE en una organización en la que la eurozona constituye el corazón y los demás miembros son relegados a una posición inferior. Aquí se da por hecho algo y es que varios estados miembros pueden avanzar a velocidades diferentes pero todos ellos hacia el mismo destino. Esto ha hecho que surja el clamor de «una unión más estrecha que nunca» que ha sido rechazada por varios países.

Hay que abandonar ese clamor. En lugar de una Europa de «múltiples velocidades», deberíamos aspirar a una Europa de «múltiples carriles» que ofrezca a los estados miembros un mayor abanico de opciones. Esto tendría un efecto beneficioso de gran alcance.

Ahora mismo, las actitudes hacia la cooperación son negativas: los estados miembros desean reafirmar su soberanía en lugar de ceder más parte de ella. Pero si la cooperación arrojara resultados positivos, las actitudes podrían mejorar y los mismos objetivos que persiguen actualmente las coaliciones de países voluntariosos podrían ser aptos para una participación universal. Hay tres áreas problemáticas en las que es indispensable un progreso significativo. El primero, la crisis de los refugiados; el segundo, la desintegración territorial, ejemplificada por el Brexit; el tercero, la falta de una política de crecimiento económico.

Tenemos que ser realistas. En las tres áreas comenzamos desde una base muy baja y en el caso de la crisis de los refugiados la tendencia sigue siendo a la baja. Todavía no tenemos una política migratoria europea. Cada país persigue lo que percibe como sus intereses nacionales y a menudo actúa en contra de los intereses de otros estados miembros. La Canciller Merkel tenía razón: la crisis de los refugiados tiene la capacidad de destruir la Unión Europea. Pero no debemos rendirnos. Si pudiéramos avanzar de manera significativa en la resolución de la crisis de los refugiados, la dinámica cambiaría positivamente.

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Soy un gran creyente en las dinámicas. Lo llamo reflexividad en mi marco conceptual. Y puedo ver el desarrollo de una dinámica que cambiaría a mejor la Unión Europea. Para eso hace falta una combinación de elementos descendentes y ascendentes y puedo ver la evolución de ambos.

Con respecto al proceso descendente, mantuve los dedos cruzados durante las elecciones holandesas en las que el candidato nacionalista Geert Wilders cayó del primer al segundo puesto. Sin embargo, me tranquilizó mucho el resultado de las elecciones francesas en las que el único candidato europeísta entre muchos logró lo que parecía imposible y se convirtió en el presidente de Francia. Tengo mucha más confianza en el resultado de las elecciones alemanas, en las que hay muchas combinaciones que podrían dar pie a una coalición proeuropea, especialmente si el partido xenófobo y antieuropeo AfD continúa su declive. La dinámica creciente puede ser lo suficientemente fuerte entonces para superar la mayor amenaza, el peligro de una crisis bancaria y migratoria en Italia.

También puedo ver muchas iniciativas ascendentes espontáneas que, además, están respaldadas sobre todo por la juventud. Me viene a la cabeza la iniciativa «Pulse of Europe» (Pulso de Europa), que se inició en Frankfurt en noviembre y que ha llegado a 120 ciudades de todo el continente, el movimiento «Best for Britain» en Reino Unido y la resistencia al partido PiS en Polonia y a Fidesz en Hungría.

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La resistencia que el Primer Ministro Viktor Orban ha encontrado en Hungría le ha debido de sorprender tanto como a mí. Él ha tratado de enmarcar sus políticas como un conflicto personal entre los dos y me ha convertido en la diana de su implacable campaña propagandística. Se ha adjudicado el papel del defensor de la soberanía húngara y a mí me ha asignado el de un turbio especulador monetario que utiliza su dinero para inundar Europa (en particular su Hungría natal) de inmigrantes ilegales como parte de un complot impreciso pero infame.

Eso es precisamente lo contrario de lo que soy. Soy el orgulloso fundador de la Universidad Centroeuropea que, después de 26 años, se encuentra entre las cincuenta mejores universidades del mundo en muchas de las ciencias sociales. He financiado la universidad generosamente y eso le ha permitido defender su libertad académica, no solo de la interferencia del gobierno húngaro sino de su fundador.

Me he resistido enérgicamente a los intentos de Orban de convertir nuestras diferencias ideológicas en animosidad personal, y lo he conseguido.

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¿Qué lecciones he aprendido de esta experiencia? En primer lugar, que para defender las sociedades abiertas no es suficiente confiar en el imperio de la ley, sino que además hay que defender lo que uno cree. La universidad que he fundado y las organizaciones que mi fundación apoya lo están haciendo. Su destino está en juego. Sin embargo, confío en que su defensa determinada de la libertad, tanto libertad académica como libertad de asociación, pondrá en marcha finalmente el engranaje lento de la justicia. En segundo lugar, he aprendido que la democracia no se puede imponer desde fuera; es necesario que los pueblos la afirmen y la defiendan ellos mismos. Admiro profundamente el valor con el que el pueblo húngaro se ha resistido al engaño y la corrupción del estado mafioso que ha establecido el régimen de Orban. También me anima la energía con la que las instituciones europeas han respondido al desafío de Polonia y Hungría. Me parece muy prometedora la propuesta realizada por Alemania de utilizar los Fondos de Cohesión para hacer cumplir la ley. Cada vez veo más motivos para la recuperación de la Unión Europea. Pero no sucederá por si sola. Aquellos a los que les preocupa el destino de Europa tendrán que implicarse activamente.

Quiero terminar con unas palabras prudentes. La Unión Europea es compleja, lenta y a menudo requiere unanimidad para hacer cumplir sus normas. Esto es difícil de conseguir cuando dos países, Polonia y Hungría, conspiran para enfrentarse a ella. Sin embargo, la UE necesita nuevas normas para mantener sus valores. Se puede hacer. Simplemente es necesaria la actuación resolutiva de las instituciones europeas y la participación activa de la sociedad civil. ¡Participemos!